Reseña de la Añoranza/ Iván Brito López < El Informador Venezuela
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Reseña de la Añoranza/ Iván Brito López

Las Navidades de 1920 según Hermann Garmendia

Hoy 1º de diciembre de 2024, cuando se inicia la época decembrina, quiero evocar una de las figuras más fascinantes que he conocido en mi vida, por su alto aquilatamiento intelectual, por su perspicacia en la ocurrencia hilarante, por su costumbrista sabor criollo en la construcción de sus relatos y por esa detallada narrativa descriptiva, que mediante un manejo psicológico de las imágenes literarias, lograba en conjunto, unas atmosfera en las cuales como lectores, nos hacía ver y aun hoy nos hace ver al releerlo claramente imágenes y colores, sentir olores, sabores y escuchar sonidos, esos que ilustran en nuestra mente, lo que nuestras pupilas van desgranando con inusitado interés al ir recorriendo en la lectura cada palabra, cada línea y cada párrafo.

Esa figura, para mi legendaria, no fue otra, que el siempre y para mi muy gratamente recordado Hermann Garmendia. De él algunos han tenido la atrevida temeridad de decir, que ya todo está escrito, otros afirman que el análisis de su obra está realizado y que la catalogación de sus disimiles, variados y extensos trabajo está concluida, yo no comparto esas afirmaciones, pues penas se han hechos algunos acercamientos a la extensa rivera de esa gran isla que es Hermann Garmendia, aún no se ha explorado tierra adentro, con un análisis realmente acucioso de su obra, su valor y significación dentro del contexto de su época.

“…Palabras son amores y no buenas razones…”, reza un viejo dicho común para la generación de Hermann Garmendia, que considero fue uno de mis más grandes maestros, quien se preocupó en adiestrarme en el complejo campo de la escritura, de la creación a través de la palabra, de cómo impactar la psiquis del lector hasta hacerlo estremecer de emoción, hasta arrancarle una sonrisa, provocarle una carcajada, transfigurar su rostro al ceño fruncido y hasta grabar imágenes de las escenas dibujadas cual delicada filigrana. Por eso, hoy 1º de diciembre para muestra un botón, les ofrezco una selección de la “Sociología Pintoresca de Barquisimeto” publicada en 1969 e impreso en la Tipografía Falcón, del célebre Luis Falcón, a quien igualmente tuvimos la fortuna de conocer y tratar.

Leamos entonces, las líneas de Hermann Garmendia que les ofrezco a continuación, denunciadores de un Barquisimeto pequeño, bucólico y gentil, de calles empedradas y lindo atardecer, con miradas y risas de las mujeres bellas, con perfumes de flores bañadas de arrebol:

 1920

“….El año nuevo de 1920 se recibió en Barquisimeto con el ceremonial acostumbrado. Durante los últimos días de diciembre, los platanales de Tarabana quedaron despojados de las hojas con el impacto del machete campesino, trajines previos a la elaboración de las Hallacas. Feriado suceso del paladar. Evento culinario en las altas jerarquías de la cocina criolla que eleva las calorías de mucha gente gozadora de las pascuas.

Desde las azules campánulas y cundiamores de las húmedas vegas, el legajo vegetal llega a la ciudad sobre la jamuga de los borricos, con el arriero crucifijo en el garrote, escupiendo  .– en disparatada tangente –   el salivazo de chimó sobre el ocre de los ladrillos del zaguán. Estas hojas de plátanos, van a bordo de las soñolientas carretas de bueyes. Detienen las fangosas ruedas frente a los repujados portones de las casas principales.

Generalmente, las hojas   – que con dejo de cordialidad caen blandamente en los hogares –   constituyen el regalo vegetal de algún bondadoso hacendado, antiguo amigo de la familia: las mandó a cortar mientras contemplaba los broncíneos papelones en la humeante Sala de Pailas del Trapiche, ceñido de abundantes y traviesas acequias.

Y, el presente vegetal, goteando savias engrudosas, es recibido con palabras de ponderación casera. Esta recepción de hojas, estrecha vínculos de amistad entre familias de honorables apellidos y enjundiosa vecindad en el mismo barrio. Será   – también –   motivo de reciprocidad mediante alguna jarra de chicha, enviada a la esposa del donante con la reseca y cuarteada viejita recadera que arrastrando las chancletas, fuma el salivoso tabaco con la candela hacia dentro.

Bajo los pañosos cotoperices y los mangos del solar brillan las hogueras con leña del sediento caserío de El Tostado. Inmensa pira para sahumar las hojas que forman el fragante ropón de las Hallacas. El opíparo olor del humo laborioso, madruga en el vecindario asociado poéticamente con el matinal canto de los arrendajos y turpiales dueños de alegres bandolines silvestres.

Las sabias cocineras comparecen con la cesta al Mercado. Adquieren de manos del sanguinolento carnicero, las blancas lonjas de tocino o la frondosa gallina para los efectos de los opulentos guisos. Mientras la mulata   – lustrosa de aceite de coco –   elige las robustas cebollas o los minuciosos cominos, los señores principales visitan los surtidos botiquines. Con aquellas manos gordezuelas de prósperos agricultores, apartan los frascos de encurtido, el litro de vino Moscatel, las austeras aceitunas y los pesados jamones. Todo el ingrediente exótico del condumio pascual está amontonado, ostentosamente en el mostrador, como desafiante muestrario de opulencia.

La complicada operación de hacer las Hallacas forma colorido y animado rito capaz de poner en movimiento el hacendoso delantal de las amas de casa: el pilón, la cóncava piedra de moler la masa. Los cucharones y las paletas, alcanzan movilidad asombrosa entre los borrosos mapas de humo. Porque se trata de un pantagruélico evento del buen gusto como de la habilidad culinaria propia de cada grupo familiar.

Cada dueña de hogar   – con el séquito de cocineras –   siente ufanía cuando en alguna tertulia se ponderan los productos de su cocina pascual. Damas encopetadas   – de encofrado matronal –   gozan de merecido renombre en la especialización: altas y onotadas cumbres del menú navideño. Es costumbre intercambiar Hallacas de casa en casa a manera de emulación culinaria con aire de evento sibarítico. Muy comprometida en el certamen del gusto será la Negra Susana, sanfelipeña, docta en gallos de pelea y hotelera: dispara la andanada de Hallacas desde el cañón de su aliñada cocina.

Las horas decembrinas ofrecen sanote e ingenuo divertimiento, proveniente de los días coloniales. En el ambiente navideño, estallan los valores de alegría vernácula, fácilmente transferible, expresión de la onda folklórica. Los pesebres navideños, acurrucados en los rincones de ciertas casas, las gordas Hallacas, la representación escénica de charadas, el campechano dulce de lechosa, los Cuadros Vivos, las misas madrugales con enérgico repique de campanas y escandalosos trabucos estallando en serie, los vasos rebosantes de resbaladera, los criollísimos confites de cilantro y azúcar, las caravanas de familias por las calles, visitando nacimientos, componen el colorido de los días.

Algunos poetas, de numen festivo, publican enjambres de cuartetas epigramáticas, de humos travieso, donde se alude, con diversas intenciones, a conocidos personajes de la ciudad. Con las ocurrencias aristofanescas de los bardos locales, celebrando el ingenio mordelón de Antonio Álamo o Concho Carrasco, se registran en las noches pascuales el gran acontecimiento de las Bolas de Candela. Una inmensa pelota de trapo, amarrada con alambre, empapada en kerosén: aplícasele un fósforo para hacerla arder ante las gentes aglomeradas en la plaza. Aquella bola flamígera es lanzada hacia arriba para hacerla caer sobre la multitud que se dispersa. Algunos de los más audaces concurrentes, impulsan la bola con un puntapié, proyectándola espectacularmente hacia los grupos: corren a la desbandada gritando y huyendo de las llamas.

El pesebre navideño   – como ingenuo y piadoso espectáculo –   ocupa lugar céntrico en la emoción decembrina. Los bosquecillos de Agua Viva   – o de Terepaima –   aportan la Barba de Palo y las ramas fragantes de Estoraque, elementos herbáceos, clásicos, en la composición del Nacimiento, con las cañabravas que forman la armazón interna del pesebre.

Como hay que simular una paisajística con graciosas colinas, con pintorescos repechos y hondos y plácidos valles, las Tiendas de la Calle del Comercio venden un burdo lienzo el cual se engoma y pinta con brochazos de asbestina para conseguir los escenográficos efectos de una topografía quebrada. La totalidad de aquel cromo bucólico   – de resuelta inspiración vernácula –   queda animado con las descoyuntadas muñecas de trapo, con las ovejas de algodón, con los burritos de arcilla, con las caricaturas plásticas de personajes fantachísticos haciendo una iconografía humana que fija el colorido local.

Todo este vocabulario, de áspera poesía primitiva, lo proporciona el ámbito telúrico del nacimiento: dulce cañuela para enmarcar a la Sagrada Familia: la mula, el buey, los pastores de Belén con las taparitas ceñidas en los riñones, nudo báculos y burdas sallas, en marcha por distintas y sinuosas veredas, hacia el hallazgo del Establo, bajo la estrella de cartón plateado, pendiente de algún antiguo limatón del techo.

Además del símbolo cristiano traducido en la evangélica escena del nacimiento, el criollísimo Pesebre despide efectos sociales: los locales donde se exhiben los monumentos ofrecen motivos para reuniones vecinales, para improvisar bailes, apostar aguinaldos y tomar chicha o resbaladera de confección hogareña. Para costear los eventos pesebreros se nombran Capitanes, nombramientos honoríficos que recaen en las personas manirrotas y gozadoras de cada parroquia.

El año nuevo de 1920 se ha celebrado con el tenedor goloso sobre la inflamada Hallaca. Y mordiendo   – entre sorbo y sorbo de vino malagueño –   el muslo rubicundo de un pavo que ha salido   – rubia morocota –    de los hornos hogareños. Hornitos de adobe, parecidos a casitas de esquinales, hornitos que cada familia tiene acurrucados debajo del caujaro donde duermen las gallinas. Hasta se jugó carnaval, anticipadamente   – dice un cronista –   . Las calles se han llenado de serpentinas y papelillos. El Club Unión   – único centro de expansión social –   registra una selecta reunión en torno al piano.

Una pianista, de matizada digitación, Josefina Joubert toma el camino alfombrado hacia el teclado para interpretar agitada polka y trozos operáticos. Después de terminado el concierto, el Dr. Ulpiano Torrealba, recita un verso alusivo al Año Nuevo que ha compuesto el poeta Garcés Álamo entre las cayenas y turpiales de su casa solariega. Circulan las ruidosas avellanas, los turrones de alicante, los orejones, las ciruelas pasas, los dátiles, las nueces y los bebedores descorchan champaña en abundancia.

El antiquísimo   – pero consecuente –   cañoncito del Cuartel, al que cariñosamente llaman “Burro Negro”, se estremece en las orinosas cureñas cuando vomita el gran estampido de las doce de la noche del Año Nuevo. Seguidamente, recobran animación los badajos de las campanas y comienza el intercambio de abrazos entre parientes y conocidos. Estallan cohetones y trabucos ensordecedores…”

De esta forma, Hermann Garmendia dibujaba con la palabra las festividades decembrinas y Año Nuevo de 1920, con su estilo peculiar de curiosa narrativa descriptiva, donde con su enfático acento costumbrista, tejiendo la urdimbre del texto literario entre la depurada expresión castellana de nuestro lenguaje, matiza el relato con los modismos populares y los giros lingüísticos propios de su manera de plasmar las imágenes de las escenas descritas.

Por su parte, Julio Álvarez Corvaia, en la presentación que hace de la “Sociología Pintoresca de Barquisimeto” nos dice entre otras cosas:

“…Haciendo alarde de su gran espíritu de investigación aunado a sus condiciones de cronista festivo y poeta nativista, Hermann Garmendia, nos va descubriendo a través de sus páginas un Barquisimeto cuya evolución apenas si podemos recordar en la violenta transmutación sufrida por la capital larense en los últimos veinte años. En el desperezar de los recuerdos, el autor de la pintoresca sociología, nos resucita la imagen difusa de nuestro terruño, cuando el progreso le era servido en términos de cuentagotas y cuando la gente creía más en la ciudad de los crepúsculos que en la capital del desarrollo…”

Indiscutiblemente, las palabras de Julio Álvarez Corvaia, son reveladoras de alguna manera, de lo que tratamos de explicar al principio de la entrega de hoy de Reseña de la Añoranza, pues Hermann Garmendia indudablemente fue un inobjetable baluarte de nuestras letras, del costumbrismo propio de un cronista dedicado con pasión a su oficio y del periodismo del cual fue Premio Nacional.

 

Barquisimeto, domingo 1º de Diciembre de 2024.

Fuentes Consultadas:

Garmendia, H. (1969) Sociología Pintoresca de Barquisimeto. Tipografía Falcón. Barquisimeto. Venezuela.

LA

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