La ciudad, palabra que canta: Materia esencial del arraigo | Por: Rosario Anzola < El Informador Venezuela
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La ciudad, palabra que canta: Materia esencial del arraigo | Por: Rosario Anzola

Juan de Villegas, Juan de Ampíes, Juan de Carvajal, Juan Pérez de Tolosa… Chirgua, Borburata, Jiraharas… Abril, mayo, junio, mil quinientos cincuenta y dos…

Fue Dios servido de dar y descubrir muy ricas minas de oro a lo que parece y creemos serán de oro bien fino, sacaron los mineros XXIII pesos y medio que envío la mitad a Vuestra Sacra Majestad… Quedo de partida de aquí a 10 días, Dios mediante, en nombre de Vuestra Majestad, ir a aquella comarca a fundar la Nueva Segovia…

Este fragmento de una carta escrita en abril de 1552 por Juan de Villegas da comienzo al periplo de una ciudad fundada “a distancia de un tiro de ballesta en la margen derecha del río Buría”. Durante los casi cinco siglos siguientes se han hilado palabras y más palabras, nombres y más nombres, fechas y más fechas, para desentrañar el sentido de esta ciudad a quien da nominación un río con las aguas color de ceniza, en el medio de un valle llamado de las Damas.

Revisando papeles he tenido la pulsión de hilar sentimiento y sentimiento, saltarme la fugacidad de ese medio milenio y conversar con una ciudad de ausencias y presencias, de una ciudad que nos ha signado más allá del gentilicio, que ha definido maneras y modos de ser, hacer, sentir y actuar, porque se ha hecho raíz en las entrañas: Barquisimeto.

Para quienes siempre han vivido allí, el ritmo y la voz de la ciudad se ha mimetizado con ellos. En ocasión de visitar un país de Sudamérica alguien me preguntó que de dónde era, respondí “de Venezuela”, pero fui repreguntada de inmediato: “De Venezuela, de dónde, de qué parte.”, volví entonces a responder: “De Barquisimeto”. Mi interlocutor, con la sonora y respetuosa cadencia que caracteriza el habla andina se dirigió nuevamente a mí para decirme: “Pero usted si que habla cantadito.” Hasta ese momento, para mí, quienes hablaban cantadito eran ellos, no yo. Comencé a hacer conciencia de la resonancia que habita en las distancias y comencé a revisar mis mimetismos. Como siempre, convertí en poesía mis terrales ocres, mis espinas, mis lágrimas, mis risas y mis lluvias.

Mi relación con la ciudad, real o abstracta, pensada o vivida, está hecha de materia poética y la historia es sólo parte de la memoria ancestral. Cuando me mudé a Caracas (nunca supe, ni sé, por cuánto tiempo) me llevé en las alforjas las memorias de una familia, de unos lugareños, de muchos afectos y de unos paisajes revelados desde mi interior. Me deslumbró la imponente presencia de El Ávila, día a día mi mirada fue encontrando cobijo en una montaña que me mostró las claves de sus tonalidades mutantes; a veces El Ávila me devolvía el reflejo de Terepaima, a veces la soledad de los árboles. Años después, al terminar uno de mis libros (¡Encontré una moneda!) me percaté de que El Ávila se había colado en sus páginas, casi sin mi permiso, casi sin darme cuenta, porque se había hecho parte de mí, como Terepaima, como río Guaire, como el río Turbio. Fui entendiendo como los trazos del paisaje interior se enriquecen a partir de los orígenes, en un proceso de permanente re-conocimiento en otros rostros, otras voces y otros paisajes. Cuando en algún lugar del mundo he presenciado solemnes puestas de sol o encandilantes crepúsculos, mis ojos de adentro se huracanan en las nubes incendiadas de los atardeceres barquisimetanos.

Memorias y referencias enalforjadas han seguido creciendo, pero en el fondo se mantienen privilegiados los recuerdos primeros.

Quiero creer que esto también sucede a quienes, alguna vez, decidieron un viaje e hicieron de la ciudad su camino de ida y su camino de vuelta. Se trata de un asunto de recuerdos no necesariamente detenidos en el tiempo. Puedo afirmar que las añoranzas se enlazan en los contrastes del presente y -paradójicamente- saben hacerse futuro, en la incesante búsqueda del espacio posible. Así y sólo así, esa utopía de la ciudad anhelada mantiene cohesionada la urdimbre de muchos, muchos sueños compartidos y repartidos.

Suelo pensar que la distancia es un patio de proporciones alteradas donde reina la sensatez de los absurdos. De niña jugué muchas veces en los patios de las casas de familiares, amigos y vecinos. Todo era inmenso: los pájaros, los árboles, las flores, las hormigas, las piedras, las luces, las sombras, las fragancias. Ya de adulta visité los mismos patios: todo se había hecho minúsculo, pequeño, lejano… ¿A dónde se fue la inmensidad de esos espacios? Se instaló, de seguro, en las alforjas de un viaje por el tiempo. Porque las vivencias de los espacios que habitamos son las referencias que alimentan nuestra manera de percibir, interpretar y expresar la vida interior y los entornos. Tal como se manifiesta en todos los intentos de creación, la atmósfera de la nostalgia le confiere hálito a las palabras descubiertas a partir de la infancia, con sus elementos de asombro, surrealismo y verdad. Esa es la materia esencial del arraigo.

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