Marco Gonzales se aventuró a la ciudad andina de Cusco desde su hogar en la Amazonía peruana en el año 2007 con poco más de 20 dólares, una pizca de inglés y una muda de ropa que no era adecuada para el aire helado de la montaña.
Comenzó a ofrecer recorridos a pie por la antigua capital del Imperio Inca a cambio de propinas. En el camino se enamoró de una mochilera británica, Nathalie Zulauf, y juntos construyeron un negocio de viajes y una familia.
Pero ahora todo corre el riesgo de colapsar junto con gran parte de la alguna vez envidiable estabilidad económica de Perú.
La empresa de la pareja, Bloody Bueno Perú, que atiende principalmente a turistas extranjeros de Gran Bretaña y otros lugares, no ha visto un cliente desde diciembre, cuando los manifestantes que exigían la renuncia de la presidenta interina Dina Boluarte prácticamente cortaron el acceso a las antiguas ruinas de Machu Picchu. Los grupos cancelaron las reservas con meses de anticipación, lo que obligó a la pareja a echar mano de los ahorros ya agotados por la pandemia de coronavirus.
“Estamos esperando para principios de marzo, viendo si la situación mejora”, dijo Gonzales, de 38 años, mirando un calendario que ya no se molesta en actualizar. “Si no, tenemos que buscar otras opciones, como cerrar la empresa o migrar al extranjero. Al menos en Inglaterra esta la familia de Nathalie”.
Otros en Cusco tienen mucho menos a lo que recurrir.
La ciudad de 450.000 habitantes, normalmente una meca políglota de viajeros extranjeros, es un pueblo fantasma en estos días. La Plaza de Armas, donde las mujeres vestidas con coloridos textiles andinos solían posar para las fotos instantáneas, ahora atrae a manifestantes que juegan al gato y al ratón con policías antidisturbios fuertemente blindados.
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