Venezuela es un país destruido macroeconómicamente y lo peor es que esta realidad tiende a empeorar en los próximos meses, producto del modelo primitivo del gobierno en ejercicio y de la amplificación del problema producto de las sanciones económicas, financieras y petroleras impuestas con el objeto de producir un cambio, pero que inevitablemente incrementan el deterioro, sin garantizar el cumplimiento de su objetivo.
Independientemente de la crisis que vive el país, hay algunas burbujas en las que vive una parte, minoritaria pero importante, de la población, que tiene acceso a divisas y alta capacidad de compra. No me refiero sólo a los beneficiarios de la corrupción, que sin duda forman parte de este cluster, sino a muchas personas que han acumulado ahorros a lo largo de sus vidas en un país que tenía probablemente las mayores oportunidades de la región y una moneda sobrevaluada y donde cualquier tenedor de capitales racional decidía mantener sus ahorros en el exterior, para protegerlos de los riesgos internos de la batalla política. Otros miembros de este grupo son los auto generadores de divisas, formados por quienes exportan bienes y servicios, reciben compensaciones salariales en moneda extranjera, operan en frontera, prestan servicios por internet, operan criptomonedas, los contrabandistas, operadores de oro y otras actividades ilegales como el narcotráfico. Finalmente están también los receptores de remesas, quienes aunque con mucho menor poder de compra que los anteriores, algunos se convierten en consumidores intensos.
Esa división entre los que tienen acceso a divisas y los que sólo dependen de sus ingresos en bolívares, nos explica la evidente contradicción de un país donde hay personas que minan en el Río de Aguas Negras (El Guaire) o buscan comida en la basura, mientras otros buscan “Nutella” de un kilo o mantequilla de maní JIF en un bodegón repleto de delicatessen vendidas en dólares.
El tamaño real de la burbuja es muy difícil de estimar, pero los estudios nos indican que el pedazo más fuerte en consumo y con capacidad de compra realmente elevada se acerca al 15% de la población total. Es un grupo pequeño si lo comparamos con la capacidad de compra histórica de la Venezuela rica, pero en número de personas es más grande que Panamá completa y equivalente a un país mucho más grande si sólo comparamos su clase alta y de consumo, lo que explica porque, pese a la crisis, hay segmentos hiperactivos de la población que compran sin muchas limitaciones, viajan, consumen en los restaurantes de lujo y se divierten.
En paralelo a esa Venezuela, que sigue demandando y consumiendo, preferentemente productos importados, hoy estimulados por el regreso de la sobrevalución, convive una mayoría contundente de los venezolanos dependiente de los subsidios estatales (como los CLAPs y los bonos del Estado) con los que mal vive. Las políticas sociales no logran cambiar su opinión negativa sobre el gobierno, pero si la hace controlable socialmente ante el miedo de perder lo poco que recibe.
El gobierno ya no tiene capacidad de estabilizar la economía y se quedó pegado en una estrategia de encaje legal que restringe liquidez y crédito para parar artificialmente la devaluación y la inflación, a costa de poner en riesgo a la banca y a la industria local y se vio obligado a abrir de facto la economía, permitiendo aumentos compulsivos de precios y cambio (sin anuncios, ni decretos), pero su capacidad de rescatar equilibrios es mínima al hacerlo sin confianza alguna de los agentes económicos y con el mundo moderno cerrado por las sanciones. Así las cosas.
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