Hilaria del Jesús, Jesucita para algunos, Tita para la familia, mamá para seis hermanos. Muy estricta, pero una belleza de ser humano.
En aquella Caracas de los años 60 cursaba yo segundo año, y los tiempos de ocio los pasaba jugando béisbol en el famoso estadio de la YMCA, bañándome en la cascada de Los Chorros, por la avenida Boyacá, o en las playas de Macuto.
Pero cuando el ocio le gana a los deberes, la boleta de notas lo grita y las madres la escuchan. Entonces mamá me llamó a botón y, tras un intenso sermón sobre la responsabilidad, clausuró oficialmente mis días de brincadera.
Por eso, cuando llegaron las vacaciones me llevó a una academia de mecanografía. Protesté enérgicamente porque eso era para mujeres, y ella me respondió: “Yo estoy criando sola a siete hijos. ¿No puedes tú aprender a escribir a máquina?”.
Logré pasar para tercer año y hasta conseguí trabajo en el hipódromo La Rinconada. Al principio cuidaba el baño de lujo de la Tribuna B, pero gracias a aquel curso de mecanografía, pasé a trabajar en el Recinto de Jinetes, copiando los pesos de los jockeys cuando iban a montar los caballos.
Gracias a ese curso de mecanografía, hacía mis borradores en la entonces Escuela de Periodismo, de la UCV, a la que inicialmente llegué como oyente. La mecanografía ha sido una tabla de salvación en mi vida, incluso hasta ahora que vivo sentado frente a una computadora, y tecleo como si fuera una máquina de escribir.
Mamá no estaba equivocada. Aquel curso de mecanografía me cambió la vida, así como el coraje y la disciplina de mi madre.
Por Antonio Seijas / FotoShooting: @iamdanisosa