En mi hogar siempre se ha profesado el amor y respeto a Dios, por ello mis recuerdos de la Semana Santa son muy importantes, sobre todo desde que mi fiel acompañante – mi abuela materna, o como cariñosamente le decía: Mamá Isi- no está entre nosotros.
Aunque de niña la frase «le tocó ser madre y padre» me parecía contraria a la biología y de la ciencia, luego entendí que fue la razón por la cual mi madre pasaba casi todo el día fuera de casa. Nada nos faltó. Y durante sus horas de ausencia física Mamá Isi me crió, protegió y acompañó todos los días hasta que cumplí 22 años de edad.
Mi abuela era del campo, donde dicen que la gente nace sin malicia. Allá se reunía la familia durante la Semana Santa. Sin pensarlo y sin avisar mucho, días antes mi abuela hacía sus maletas y agarraba camino. Detrás de ella, cual gallina con sus pollitos, íbamos mi madre, mi hermana y yo.
¿Cómo olvidar que cuando veían llegar a Mamá Isi, la familia en pleno salía a recibirla con júbilo, y la honraban con ricos dulces criollos, tradicionales de la temporada. Fuera de chiste, esa escena se repetía en cada casa que llegábamos, que no eran pocas. Mi abuela tenía que visitar a todos sus parientes y amistades.
Recuerdo que después de la tercera visita era imposible comer más, pero ante la insistencia y la gentileza de todos, era muy difícil decirle no a esos manjares totalmente caseros, preparados con humildad de corazón, que sabían a pura gloria.
Durante mi niñez, la Semana Santa tenía olor al campo y sabor a dulces criollos. Fui creciendo y se sumó la risa de mi abuela, esa que escuchaba cuando nos sentábamos a sus pies, a la sombra de una mata de Semeruco.
Sentada en una silla de cuero de chivo, en sus piernas sostenía una bandeja de dulces que compartía con nosotras. Esta es la primera Semana Santa que pasaré sin ella, y aunque tengo mucho miedo, sé que su recuerdo es dulce como los que compartía con nosotras, y como su amor.
Naikarys Cordero
Foto: Daniel Sosa