Cuando se asume la ciudad como una caja de resonancia se descubren tesoros insólitos. Eso me sucedió hace unos días en Madrid. Fui invitada a la presentación de un libro en la Librería del Centro (Galileo, 52), donde aluciné con una serie de vitrinas que ambientan el espacio entre los estantes de libros. En cada nicho-vitrina se exponen objetos personales de más de 200 autores en lengua española, lo que constituye un verdadero Museo del Escritor, como efectivamente se llama.
Llegué antes de que comenzara la actividad y me preparé psicológicamente para no perder la compostura, como me sucede cuando entro a una librería y me juro que voy a comprar “solamente un libro”, promesa que quebranto reiteradamente. Tampoco resisto la compulsión de acariciar los libros y olerlos. Siento que cada uno produce sensaciones diferentes, mucho más allá de la dimensión papel, palabras, contenido…
Comencé mi periplo por la librería “sobando” libros y contemplando con emoción lentes, plumas, bolígrafos, libreticas, agendas, cartas, manuscritos, libros con notas, primeras ediciones, fotos, pipas, cigarreras, boinas, sombreros, máquinas de escribir, en fin objetos que pertenecieron a quienes hicieron de la escritura su vida y su pasión. Fue como hacer un viaje por la literatura hispanoamericana.
Bajé las escaleras y, de repente, me tropecé con el espacio dedicado a unos de nuestros poetas mayores: mi querido Rafael Cadenas. Allí su retrato, su nombre, sus lentes, una hoja con un texto de su puño y letra y otros cuantos objetos. Tomé una foto para compartir la emoción con mis amigos y grabé un audio que atravesó el Atlántico de inmediato.
La vibración sináptica de mis neuronas me trajo el recuerdo de unos versos del poema Ars poética de Cadenas:
Que cada palabra lleve lo que dice
que sea como el temblor que la sostiene
que se mantenga como un latido.
Así fue la sensación vivida en un inusitado encuentro con quienes desentrañan la vida de las palabras para darle vida a la escritura y a los lectores.