“Los brazos venezolanos”
El hambre, la escasez, el miedo a que todo eso se convirtiera en miseria, en las Islas Canarias impuso una migración que tocaba a la puerta de las casas de sus habitantes y la esperanza era poder abrir las puertas de Venezuela.
Y fue uno de los enclaves isleños que se benefició del auge económico, esencialmente petrolero, de Venezuela, adonde habían ido muchos exiliados españoles de la guerra civil organizada por Franco, y adonde empezaban a dirigirse los isleños que carecían hasta de lo más mínimo.
Por capricho o suerte algunas viviendas tenían teléfono, y eran las escogidas por los carteros, para dejar la correspondencia para el dueño y para el vecindario.
Allí, llegaban las cartas de llamada que esperaban ansiosos los aspirantes a ser emigrantes en Venezuela. Aquellas personas se habían quedado sin trabajo tenían entre ellos a muchos que emigraron y que desde Venezuela hicieron que la pobreza local se mitigara con los envíos desde la tierra anhelada.
Hablar de la miseria que había en aquellos tiempos, y que continuó, no cesó jamás del todo, es hacer una crónica general de España, pues todas las poblaciones de todas las regiones, insulares y peninsulares, sufrieron la misma clase de escasez, que empezaba por la más dolorosa de todas: la que provocan el hambre, la enfermedad o el disgusto de vivir, así como la cárcel, que era una de las manifestaciones de la dictadura de aquella época.
Los emigrantes pronto pudieron aliviar a los parientes que se quedaron sobreviviendo a aquella situación. Por azares del destino los cambios se fueron sucediendo gracias a Venezuela…
Este país, entonces afluente, muy rico, les dio trabajo a quienes buscaron su cobijo y fueron contando qué pasaba lejos de la indigencia isleña.
Atrás habían quedado las mujeres, que puntualmente les explicaban a quienes se habían ido, en general sus maridos, o sus hijos, qué pasaba en el terruño que habían dejado atrás. No fue una balsa de aceite aquella vida, porque esas mujeres, gran parte de ellas (como los hombres, e incluso los niños) analfabetas, buscaban la forma de elaborar las cartas que les explicaban a sus parientes la situación en la que seguía la vida en los barrancos.
Como suele suceder en el universo habitual de las cartas de los pobres, el principio de las mismas era halagador, ilusorio:
“Querido marido (o cualquier pariente), me alegro de que al recibo de esta mi carta te encuentres bien, nosotros por aquí bien, gracias a Dios”.
Tras esa formalidad iba la realidad, la intensa desesperación popular, que se vivía en esos años de plomo de la vida española, taponada por la horrible consecuencia de la contienda europea, que dejó a los canarios en esos años (1948) al borde de la inanición y el analfabetismo.
Aquellas cartas, muchas de ellas conmovedoras, ayudaron también a tomar conciencia del mundo en el que vivían, y a saber muy pronto hasta qué punto era Venezuela esa parte de Dios a la anhelaban dirigirse amigos o parientes, que suspiraban por un mundo mejor.
Naturalmente no era verdad esa letanía (“nosotros por aquí bien, gracias a Dios”) …
Algunas emigrantes volvían años después, siendo personas con posibilidades económicas, ganadas en empresas instaladas en la “Tierra de Gracia”, y otros tantos, dueños de unidades de producción agropecuaria.
Siempre se le atribuyó ese milagro a la realidad de la vida: Venezuela era el sitio del que podían esperar asistencia o futuro.
Venezuela fue la representación de la generosidad y el futuro para muchos.
Muchos venezolanos viven ahora lejos de la miseria, huyendo de la miseria, en los barrancos de los que viajaban en barcos oscuros los canarios: muchos se salvaron de la miseria y se dieron la alegría de una vida que hizo escribir en la casa grande y alta, un rascacielos, que pudo hacerse en la isla, una persona que había emigrado a Venezuela:
“Gracias, Venezuela”.
Venezuela necesita un abrazo, miles de abrazos, y sobre todo necesita ser, otra vez, el país de la esperanza, aquella que auxilio a los canarios cuando daban las gracias a Venezuela por ayudarlos a sobrevivir a la miseria.
Fuente: Juan Cruz.
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