Anoche, el WiZink Center se convirtió en un santuario de versos y memorias, donde Joaquín Sabina, el eterno juglar de Úbeda, dio el pistoletazo de salida a su gira Hola y Adiós en España. No era el primer concierto de esta despedida —el flaco ya ha andado cantándole al mundo—, pero sí el primero en su patria, y Madrid lo recibió como se recibe a un profeta: con el corazón abierto y el WiZink lleno hasta las costuras, sin un hueco libre para el silencio.
Sabina subió al escenario con esa mirada nostálgica que lleva cosida a la piel, como si cada arruga contara una noche de bohemia, un amor roto o un verso robado a la vida. Durante más de cuarenta años, este poeta de taberna ha sido la voz de los desamores y las madrugadas, desde los tugurios de Pongamos que hablo de Madrid hasta los desvelos de 19 días y 500 noches. Anoche, el público, una marea de almas que agotó cada rincón del recinto, le devolvió el eco de su legado con una ovación que hizo temblar las paredes.
La gira Hola y Adiós es el canto del cisne de Sabina, su manera de saludar y despedirse tras una vida sobre los escenarios. Y si este primer concierto en España es un presagio, qué manera de cerrar el telón. Acompañado de sus fieles escuderos —Borja Montenegro, Mara Barros y la banda que conoce cada latido de sus canciones—, Joaquín desgranó un repertorio que fue un viaje por su historia comenzando con Yo me bajo en Atocha y continuando con Y nos dieron las diez, Contigo, Noches de boda… cada tema, un pedazo de su alma. Pero, maestro, nos dejaste con ganas de Nos sobran los motivos. Esa ausencia fue el único lunar en una noche estelar.
Por dos veces, Sabina se esfumó del escenario, dejando al WiZink en un suspiro colectivo pero dando paso al protagonismo de Mara, quien dio luces (una vez más) de su gran talento. Regresó en ambas con un sombrero nuevo, como si cada cambio de ropa marcara un capítulo distinto de su vida. El público, rendido, le respondió con un amor que no entiende de despedidas. La voz, curtida por los años, se mantuvo firme; los versos, afilados como navajas, cortaron el aire con esa mezcla de ternura y canallería que forman parte de su sello.
Entre canciones, Sabina dejó caer guiños a su Madrid de siempre, a las noches de La Mandrágora, a los bares donde se forjó su leyenda. La nostalgia impregnó cada acorde, pero también la magia de quien sabe que su obra vivirá para siempre. Porque si Hola y Adiós es su despedida, anoche Madrid dejó claro que Sabina, lejos de irse, siempre estará en cada verso que nos quema el alma, en cada noche que brindamos por su eternidad
Madrid no le dijo adiós, sino “gracias, Joaquín”, mientras el WiZink vibraba, el maestro, sombrero en mano, nos recordó que siempre tendrá un verso guardado para volver.